lunes, 15 de octubre de 2007

La ilusión de Juano

Como ocurría con cierta frecuencia, Francisco tomó su automóvil y salió a pasear hacia el campo.

Era una tarde primaveral, alrededor de las 18,00 horas. El sol se encontraba próximo al ocaso y la temperatura bordeaba los 23 grados. Una suave brisa completaba el ambiente y lo hacía agradable a los sentidos.

La primavera se hacía notar con las flores que adornaban los bordes de los potreros, el ramaje de los árboles frutales y silvestres, los sembradíos asomando sus primeras hojitas y los pajaritos felices, algunos preparando sus nidos y otros cortejando a sus parejas con bailes y piruetas.

Francisco, hombre ya maduro, de temperamento tranquilo, pensador, un poco reservado con sus cavilaciones y muy místico, amaneció ese día con una melancolía que no le era extraña. Parecía que con los años se le acentuaba cada vez más. Le gustaba guardar silencio por largas horas sentado en el corredor de su casa contemplando los cerros que se levantaban a poca distancia, como si tratara de interiorizarse de todos los detalles o de ser capaz de ver a un conejo pastando o correteando por los lomajes.

Un cigarrillo y una copa de vino, hacían que para él estos momentos fueran lo máximo, haciéndolo evadirse de la realidad y llevándolo a estados mentales superiores, donde el cuerpo no existe.

Sin embargo, Francisco no era un hombre extraño, sólo que con cierta frecuencia disfrutaba con estos momentos que, según decía, eran sólo para él.

La melancolía que sentía ese día, lo llevó a ese camino secundario que se internaba más hacia el campo y que desde tanto tiempo tenía deseos de conocer. Lo bordeaban acacias en flor, álamos y sauces con hojitas chicas propias de la época. Culebreado sin sentido, como si su trazado se hubiese hecho siguiendo la huella dejada por los animales silvestres en pasados tiempos. Un par de hebras de alambre lo delimitaban de los potreros, que eran necesarias sólo para evitar la salida de los animales.

Ni una casa, ni una ruca, ni una ramada, indicaban la presencia humana permanente por el sector, siendo esta característica, talvez, la que le daba un atractivo especial.

Francisco recorría lentamente este camino disfrutando profundamente del paisaje. Venían a su mente recuerdos de su infancia y adolescencia cuando, junto a sus hermanos y primos, veraneaban en casa de su abuela en el campo cercano a Santa Cruz. Sentía que transitaba por el callejón de Los Olivos y que pronto se encontraría con el estero Las Toscas donde tiraría el anzuelo provisto de una inmensa lombriz, para probar su suerte en la pesca de la carpa. Primos y hermanos acompañando al tío Tito que asumía la responsabilidad de salir con esta tremenda pandilla de chiquillos. Cada uno con su cañaveral al hombro en la que se anudaba un pedazo de lienza de hilo a la que a su vez se amarraba un corcho, un pedacito de plomo o a falta de éste una piedrecilla y el anzuelo. La conversación era ininteligible, cada uno hablaba por su cuenta y todos al mismo tiempo. Siempre era sobre lo mismo: el mejor lugar para tirar el anzuelo, el tamaño de los peces que ahí salían, el peligro que se corría para llegar a ese lugar, etc. Algunos hacían duplas con los primos y se secreteaban sobre el lugar que ellos elegirían para que el resto no se enterara y los pudiera seguir. El tío Tito, con una inmensa paciencia, los escuchaba y reía con un tssi tssi tssi curioso.

Un bache un poco más grande que los otros le hizo volver a la realidad y tomó nuevamente conciencia del paisaje que le circundaba, de los animales ovinos y bovinos que en completa armonía compartían los verdes, tiernos y jugosos pastos, del sonido del agua que corría con fuerza por una acequia regadora y si ponía mucha atención talvez podría escuchar el lejano ladrido de algún perro; pero de existencia humana, ni una seña.Por esta razón es que llamó tanto su atención cuando vio a una persona que, con la pala al hombro, caminaba por la orilla del camino.

- ¡Buenas tardes señor! Le saludó Francisco

- ¡Buenas tardes caballero! Le respondió el campesino y masculló para sus adentros, “por si fuera”.

- ¿Hacia dónde va este camino?

- Por aquí puede llegar a La Lajuela, pero en este tiempo el estero Guirivilo, que se encuentra a unos tres kilómetros, trae mucha agua y no es posible vadearlo ni siquiera a caballo.

A Francisco le gustaba conversar con la gente del campo, ya que, según decía, siempre tenían algo que enseñarle, aunque fuese una creencia popular absolutamente inverosímil, de modo que paró el motor de su vehículo y decidió bajarse e iniciar una conversación.

- Así debe ser porque el invierno fue bastante lluvioso y frío de modo que debe haber mucha nieve que se está deshielando en este tiempo.

Y antes que el campesino continuara su camino, lo atacó rápidamente con una nueva consulta.

- ¿ Y cómo han estado las cosas por aquí ?

- A qué se refiere caballero.

- Me refiero a las cosas del campo. Las siembras, los riegos, los animales, las pariciones y todo lo que sucede por acá, que, por lo demás nos preocupa a todos, ya que si a ustedes les va bien con las cosechas, los precios de los productos no suben y eso nos favorece a todos.

- Si, caballero, favorece a todos menos a nosotros, ya que los precios de los productos agrícolas no suben, pero suben los productos no agrícolas y como nosotros no ganamos un peso más que el año pasado, no nos alcanza para comprar esos productos. Se da cuenta usted que lo que favorece a unos perjudica a otros.

- En realidad sorprendió a Francisco la respuesta del campesino, ya que esperaba un razonar bastante más sencillo.

- Tiene razón, le contestó. No deseaba entrar en una conversación densa, pero tampoco quería cortarla, de modo que alargando la mano se presentó.

- Soy Francisco Jesús y tengo mucho gusto de conocerlo.

- Mucho gusto caballero, respondió el campesino con mucha cortesía.

- Y cuál es su nombre mi amigo?

- Depende… caballero.

- No entiendo de qué puede depender su nombre.

- Sí, caballero, depende…Fíjese usted que para la gente del pueblo, yo soy Juan y para la del campo soy Juano.

- ¡ Ah ya ! . Entonces para mi usted va a ser Juano. Prefiero la gente del campo a la citadina… es más buena.

- Lo importante, don Francisco Jesús, es que no confundan ser bueno con ser gue…no. Usted me comprende, no es cierto?

- Perfectamente y comprendo su aprensión al respecto.
En la ciudad tienen la creencia que la gente del campo es más bien gue…na. Pero conmigo no se preocupe, conozco a unos y otros y por este conocimiento es que me quedo con la gente del campo.

-Muchas gracias, da gusto conversar con personas que saben valorar a sus semejantes por lo que son y no por lo que tienen, ya que como seres humanos todos somos iguales y si somos iguales valemos lo mismo. O no es así?

- Por supuesto que sí.
Otra vez Juano lo sorprendía con un planteamiento que iba más allá de lo que él aparentaba.
A Francisco le incomodaba un poco que este hombre, aparentemente inculto, le diera respuestas así. Incluso sentía un pequeño temor de entablar una conversación de esa naturaleza ya que, en una de esas, lo podía poner en serios aprietos y no encontrar qué responderle.

Decidió, entonces, continuar la charla pero salirse del tema.

- Oiga don Juano…¿ Y por este sector, el único que trabaja es usted ?

- Así no más es. Lo que pasa es que este predio es mío, lo heredé de mi taitita y yo fui hijo único y como soy soltero, me sobra el tiempo para trabajar la tierra yo solito. Por lo demás, los trabajadores están tan mañosos que lo único que se consigue con ellos, es pasar malos ratos.

- También en eso tiene razón; pero… ¿ Cómo no le ha dado por casarse, para tener por lo menos una mujer que lo acompañe y le converse?. Usted no es nada de mal parecido y tiene buena situación económica…de más que encuentra una mujercita.

- Eso lo tengo claro. Créame usted que me he desentendido de unas cuantas, que han puesto interés en mí; pero las cosas no son tan simples como se ven.

- Pero aún así, quizás no sea sano que un hombre viva solo con su alma. Es bueno que al llegar del trabajo, una mujer lo espere, le comente lo bueno y malo del día y, por qué no decirlo, lo encariñe un poquito.

- Yo también lo quise con todas mis fuerzas, caballero; pero el destino se cumple como Dios quiere y no como se le antoja al hombre. Ya hubiese querido yo que Dios me hubiera dado en el gusto.

- ¿Fue muy grande la desilusión Juano?

- No…caballero. No fue desilusión. Lo grande fue la ilusión. Laurita Rodríguez se llamaba...

Juano no era un hombre que de buenas a primeras contara su vida, ni menos a una persona que recién conocía; pero es posible que este mismo hecho le hiciera explayarse ante alguien que probablemente no vería nunca más. Era como si hablara consigo mismo y desahogara las apreturas de su corazón de hombre duro, que no podía demostrar flaqueza ante quienes le conocían. Así, aprovechó la ocasión y decidió abrirse ante esta persona de paso por el lugar, un forastero.

Y c
ontinuó: Era la mujer más hermosa que jamás he visto. Todo en ella era como de otro mundo. Sus ojos grandes, almendrados, de un verde nunca más visto por nadie, adornados de inmensas pestañas que le daban un aspecto somnoliento, que dulcificaba su expresión. Su boca, de labios moderadamente carnosos y perfectamente dibujados, que al sonreír dejaban ver unos dientes de mediano tamaño, parejos y blancos. Nariz pequeña, delgadita y respingada.

- En fin, caballero, como le dije, todo en ella era hermoso y no sólo en su aspecto físico, sino también en lo espiritual. Mujer buena, cariñosa, atenta, trabajadora, muy cristiana de formas y de fondo, siempre habló bien de todo el mundo, jamás se quejó de nada ni de nadie. No le digo…caballero…era una mujer de otro mundo.

Mi taitita me hizo estudiar porque quería que yo fuera agrónomo para trabajar la tierra con sabiduría y no a lo bruto como lo hacía él…decía. Pero mi intención iba un poco más allá. Yo también quería ser profesional para tener algo propio que ofrecerle a ella y poder darle la vida de reina que merecía.

Un día se lo dije y le confesé también mis sentimientos de hombre enamorado. Me sentía indigno de ser correspondido. Estaba ella tan lejos, tan alta, tan inalcanzable…que prácticamente yo mismo justificaba su rechazo; pero aún así, ella tenía que saber que era la vida misma para mi.

Me miró, caballero, con una dulzura que la mismísima virgen María no hubiese sido tan expresiva y que Dios me perdone por la comparación, pero así la vi…y me dijo: Juano, tus palabras de amor me enaltecen y yo no merezco tanto o por lo menos no he hecho nada para merecerlo, y con dolor en mi corazón debo decirte que yo no soy para ti ni para otro hombre. Por favor Juano, no hablemos más de esto y algún día comprenderás por qué lo digo.

Me fui a casa con la cola entre las piernas, pero no resentido, no hubiese podido, la quería demasiado.

Como no la tenía ni la iba a tener, decidí no continuar mis estudios universitarios y pese al disgusto que le causé a mi taitita, regresé al campo a trabajar la tierra, poniendo como pretexto que él se estaba poniendo viejo y necesitaba ayuda en los quehaceres de la parcela.

- ¡Perdóneme Juano!, le interrumpe Francisco, pero la vida siempre nos da otra oportunidad.

Déjeme terminar, caballero, que de la historia ya queda poco.

No pasó mucho tiempo de mi vuelta al campo, cuando mi taitita se agarró una enfermedad llamada difteria que contagió a mi mamita y ahí estaba yo sin hallar qué hacer con los dos viejitos enfermos. Recurrí a algunas vecinas para que me ayudaran a cuidarlos, pero nadie quiso correr el riesgo porque tenían chiquillos chicos y la enfermedad era demasiado peligrosa. Sin que se lo pidiera, vino Laurita a cuidarlos. A veces se amanecía con ellos, porque la enfermedad los ahogaba y al otro día estaba con las mismas energías haciendo los quehaceres domésticos y preparándoles alguna sopita.

Antes de un mes, el taitita y la mamita, murieron. En el velatorio y el funeral, Laurita las ofició de dueña de casa.

Fue la última vez que la vi. La agarró también la enfermedad, no quiso aceptar ninguna visita y …se me murió…caballero. Ahí comprendí por qué me dijo que no era para mi ni para nadie…ella presentía este final prematuro.

Francisco Jesús ya no quiso interrumpirlo. La expresión de Juano era de tanto dolor que lo tenía a él emocionado y compungido, temiendo incluso que una lágrima acusara su debilidad.

Juano, después de un prolongado silencio en que parecía estar reviviendo lo .pasado, continuó:

- Y usted me dice, don Francisco, que estoy solo. ¡Cómo voy a estar solo! Si Laurita está conmigo día y noche. Si con ella converso, sueño, rio y lloro. ¡Cómo voy a admitir otra mujer en mi casa! Si está ella... Un día me dijo: yo no soy para usted Juano. Y en eso se equivocó, porque la tengo conmigo en todos lados. En la casa y en el potrero, cuando voy de compras le consulto lo que vamos a necesitar, qué nos falta, en fin, ella y yo somos uno solo y no estoy dispuesto a dejarla ni cuando la muerte nos separe.

- ¡¡Amigo mío!! Y ¿Cuánto tiempo ha pasado de su muerte?

- Hace apenas veinte años. Como usted ve, todo ha sido muy reciente.

Juano hizo otro largo silencio y por último agregó: Eso es todo. Gracias por haberme escuchado. Se echó la pala al hombro y siguió su caminar silencioso y cabizbajo.

Francisco no encontró palabras de despedida. Cualquier cosa que hubiese dicho le hubiera parecido ridícula o fuera de lugar. Miró a Juano alejarse hasta que se perdió en un recodo del camino.

Comenzaba a oscurecer cuando regresó a su casa y su mujer, acostumbrada a las andanzas solitarias de su marido, nada preguntó; pero él se acercó y le dio un beso en la frente al tiempo que, con una tremenda ternura, le decía…muchas gracias, sin dar explicación alguna.

Francisco buscó muchas veces a Juano porque quería ser su amigo de verdad, acompañarlo en su soledad y hacerle la vida un poco más llevadera, más nunca lo encontró. Sabía también, por cierto, que Juano no estaba solo… Laurita lo acompañaba.

Desde entonces cada noche en sus oraciones nocturnas, Francisco eleva una plegaria porque esta tan linda unión espiritual de Juano y Laurita no se disuelva jamás.


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