Ramón caminaba cabizbajo por aquel camino polvoriento y asoleado que delimitaba, por un costado, con una cerca de zarzamoras y por el otro con una interminable hilera de álamos que, a determinada hora, proporcionaban un poco de agradable sombra.
Iba ensimismado en sus pensamientos que lo llevaban a tiempos pretéritos próximos y le producían una profunda tristeza que incluso, a ratos, le hacían rodar una lágrima de hombre sensible, aunque siempre rudo en sus modales.
No era común verlo en esas condiciones síquicas tan deterioradas ya que, más bien, era conocido como un hombre duro consigo mismo y con los demás. Aunque tenía buen carácter, no era de aquellos que tienen la broma a flor de labios, y no por falta de ingenio o de sentido del humor, sino más bien porque no estaba en él chacotearse con cualquiera que se le pusiera por delante. Esos momentos de confianza los dejaba sólo para disfrutar en círculos familiares.
Desde que murió la finada de su mamá que no pasaba por una pena tan grande. Claro que no era comparable una situación con la otra; pero cuando el sufrimiento es grande, nadie se anda haciendo comparaciones entre uno y otro dolor. Incluso Emilia, su mujer, lo embromaba diciéndole que estaba exagerando y que el cariño no podía llegar a tanto como para hacerlo llorar. Total…decía ella, no era ni de la familia.
Ramón fue siempre hombre lacho (enamoradizo) como el que más y aunque su vida estaba dedicada a su familia y su trabajo, siempre dejó tiempo para enamorar a alguna pollita o polloncita, del campo o del pueblo. ¡Nunca h´ey sido fijao en esas menudencias! Decía y agregaba con picardía ¡No soy na de superticioso ni asquiento!.¡Me dan lo mesmo las trintres, las cogote pelado o las castellanas!.¡P`a cazuela son todas guenas!
A diario y muy temprano, salía hacia el pueblo en su carretón a vender la leche de sus cinco vaquitas y tener para parar la olla todos los días sin que se notara la escasez del billete. Entonces conocía y enamoraba a las empleadas domésticas que, coquetonas salían a recibir la leche que Ramoncito, como le decían, les entregaba, no sin antes dejarles caer una bonita palabra. ¡Es triguito! Decía él. Después se acostumbran y terminan comiendo en mi mano y el día que no les digo nada, me preguntan ¿Qué le pasa Ramoncito, que está tan serio?.Y yo altiro salto: Es que todos los días le digo lo linda que amaneció y usted nunca me ha correspondido ni siquiera con un besito, ni aunque sea pa hacerme una ilusión…respondía.
A todas les decía irremediablemente lo mismo, el rezo se lo conocía de memoria y según él, le daba muy buenos resultados, porque no hay mujer que se resista a las palabras bonitas ni al halago y con mayor razón las que no son muy agraciaditas, porque a esas nadie les dice nunca un piropito. ¡Caen redonditas! Y son agradecidas.
Pero hoy, sus pensamientos estaban en otro lado. Recordaba con dolor a su gran amigo y compañero de tantas aventuras. Testigo de sus fortalezas y debilidades. Le vio vencer y ser vencido. Encarar y huir. Enamorarse y llorar las penas de amor y burlarse de amores que él no correspondía. Nunca le abandonó, ni dejó botado. Siempre a su lado aguantando a pié firme la sed y el hambre, la lluvia y el sol abrasador. Jamás una queja, ni una mirada de reproche, ni un gesto de malestar. Muy por el contrario, parecía que disfrutaba con sus picardías y, aunque su amigo era el serio de la dupla, a veces parecía que esbozaba una leve sonrisa de complicidad.
Comentando con algunos amigos la actitud y el comportamiento de Toribio –así se llamaba su compañero de andanzas- era, por cierto, la envidia de todos e incluso algunos los quisieron enemistar diciéndole que ya estaba viejo y en cualquier momento lo iba a dejar botado en plena correría, que mejor buscara otro compañero mas joven, ya que en un momento de apremio no iba a ser capaz de responder como se debía y hasta ahí no más iban a llegar sus diabluras. Naturalmente que Ramón se negó siempre. Andaría con Toribio hasta que el cuero no les diera más a los dos.
Y así no más fue. Ese día lo había ido a enterrar. La noche anterior se quedó dormido a la intemperie y cayó una helada de padre y señor mío que, parece, le provocó una bronconeumonía fulminante y la muerte mientras dormía. Por suerte todo fue rápido y prácticamente no sufrió.
Se llevó a la tumba sus secretos y los míos. Jamás dijo una palabra sobre nuestras correrías, incluso cuando la Emilia lo atrincaba y amenazaba con castigarlo. El, se limitaba a menear la cabeza de un lado a otro en señal de negación y guardaba un silencio sepulcral que a ella le exasperaba, aunque, en el fondo, le gustaba que Toribio fuera así, porque sabía que su marido estaba en buenas manos y no iba a andar en la boca de nadie por chismes.
La lealtad y abnegación de Toribio, era a toda prueba y frente a cualquier circunstancia, decía Ramón y contaba: “A veces cuando se me hace tarde por ahí, al momento de irnos, Toribio me mira, emite un ruido ininteligible y partimos para la casa al trotecito y como el pobre ha estado sin comer desde el almuerzo, le convido un sanguche de mortadela y un vasito de vino tinto, porque no soporta el blanco y con eso se conforma hasta el otro día. A la mañana siguiente, no necesito ni siquiera despertarlo. Me está esperando y contesta mi saludo con un curioso sonido semejante al de la noche. Incluso a esa hora ya está desayunado.”
Sus amigos le escuchaban con cierta incredulidad y se interesaban en conocer un poco mas sobre la vida de Toribio que, aparentemente, era tan fuera de lo común.
- Oiga on Ramón y…¿No se le ha conocido hembra a este badulaque?
- ¡No, fijesé!. Lo que pasa es que cuando era un potroncito, ustedes me comprenden, se anduvo enredando con una hembra bastante mayor que él y le cayó la rocha. En esos tiempos el castigo era demasiado severo y eran intransigentes, así que lo agarraron entre varios y le cortaron los compañones sin contemplación alguna.
- ¡Putas los guevones salvajes! ¡Le cagaron la vida!
- ¡Así no más fue!. Pero él ha afrontado con mucha hidalguía y coraje su condición, y ha llevado una vida igual que un monje de claustro. Nunca más miró una hembra ni le interesan. Seguro que, además, debe tener la herramienta atrofiá por falta de uso.
- ¡Seguro que sí, po!. Además que tiene que haber quedado resabiado con el tremendo castigo que tuvo. A la otra lo hubieran matado y…no es pa tanto el gusto.
- Pero no vayan a creer que es p´al otro equipo o como dicen ahora, se le quema el arroz. No…no…hay que ser harto machito pa soportar callado y sin queja la vida que a él le ha tocado. Lo otro, lo de la herramienta es una desgracia que a cualquiera le pudo haber pasado.
- Así no más es, y aún ahora nadie está libre de tamaña desgracia.
- Pero yo me he desquitado y todo lo que él no ha podido hacer, lo he hecho yo de pura rabia. He enamorado y hecho mía a cuanta cristiana se me ha puesto .por delante y siempre…a la salud de Toribio y aunque no somos iguales, él sabe que es por venganza a lo que le hicieron. No vayan a creer que ha sido por mi placer…noo…noo.
- Se nota que usted lo quiere re mucho porque no cualquiera hace esos tremendos sacrificios, dijo uno de los amigos. Recuerdo haberlo visto una vez con una gorda que debe haber pesado más que un novillo de rodeo, que tenía rollos hasta en el dedo meñique y cara de chancho con triquina. ¡Guen dar con la diabla fea iñor!. ¡Si de puro mirarla a uno le daban arcadas!. Y usted, don Ramón, metidito en un pliegue de la guata, haciéndole moroco.
- ¡Es la pura y santa verdad! Agregó otro…yo también lo vi en acción una vez con la vieja descaderá que vive en una ruca a la orilla del canal La Mojicana. Me condenara que la vieja se quejaba más que un apaleado, pero no aflojaba ni un milímetro. Se notaba a lo lejos que era puro desquite de don Ramón porque ella estaba colgando agarrá de un pedazo de soga que estaba amarrado de una viga.
- Así como esos, muchos otros casos…les cortó los recuerdos Ramón, porque le parecía impropio que se estuvieran ventilando públicamente sus actos de nobleza cuando intentaba reparar la dignidad de Toribio.
Ramón no podía sacarse de la cabeza a su compañero de correrías. Lo veía botado, frío, con el cuerpo rígido, los ojos entreabiertos al igual que sus labios que dejaban ver unos dientes grandes, potentes, firmes y semi amarillentos.
Cavó la tumba en el mismo lugar sin pedir ayuda a nadie ya que consideraba que Toribio merecía sobradamente ese sacrificio suyo. Lo sepultó en silencio y con el corazón apretado, compungido, sangrante…
Aún recordaba, con absoluta claridad, el primer día que lo vio. Estaba entre muchos otros, sin embargo sus miradas se cruzaron e inmediatamente se produjo algo así como una complicidad, una simpatía, una mutua atracción y Ramón, sin pensarlo dos veces le dijo:”¡Tú vas a ser mío…ya lo verás!”
Entonces Toribio era joven, lleno de energías y vigor y a pesar de esta inexperiencia, supo también que tenía que entregarse a este hombre y transformarse en su fiel servidor por el resto de su vida.
Ramón nunca fue un hombre adinerado, muy por el contrario, siempre le faltó el billete. Sin embargo ese día estaba dispuesto a todo, incluso a encalillarse, pero nadie le quitaría este ejemplar. Le había gustado mucho y sería suyo a toda costa.
Hacía ya un buen rato que el remate había comenzado en la feria de animales y Ramón esperaba pacientemente que su ejemplar ingresara al corral donde se mostraban los animales para ser subastados. Pocos minutos después, ingresó el que sería suyo. Fue una lucha encarnizada con otro comprador que, al parecer, tenía tanto interés como él en quedarse con este caballo negro azabache que lucía una pequeña mancha blanca en la frente, como estrellita de la suerte, le pareció entonces. Ramón llegó al límite de su poder económico cuando su contrincante se retiró del combate.
Le puso de nombre Toribio, porque le parecía un náufrago llegado desde el mar de la feria de animales a la aventura de un lugar que le era totalmente desconocido.
¡¡¡Toribio… Toribio… Toribio!!! ¡Qué caballo más fantástico! ¡Ciego, sordo y mudo! ¡Era el cristiano perfecto!
Iba ensimismado en sus pensamientos que lo llevaban a tiempos pretéritos próximos y le producían una profunda tristeza que incluso, a ratos, le hacían rodar una lágrima de hombre sensible, aunque siempre rudo en sus modales.
No era común verlo en esas condiciones síquicas tan deterioradas ya que, más bien, era conocido como un hombre duro consigo mismo y con los demás. Aunque tenía buen carácter, no era de aquellos que tienen la broma a flor de labios, y no por falta de ingenio o de sentido del humor, sino más bien porque no estaba en él chacotearse con cualquiera que se le pusiera por delante. Esos momentos de confianza los dejaba sólo para disfrutar en círculos familiares.
Desde que murió la finada de su mamá que no pasaba por una pena tan grande. Claro que no era comparable una situación con la otra; pero cuando el sufrimiento es grande, nadie se anda haciendo comparaciones entre uno y otro dolor. Incluso Emilia, su mujer, lo embromaba diciéndole que estaba exagerando y que el cariño no podía llegar a tanto como para hacerlo llorar. Total…decía ella, no era ni de la familia.
Ramón fue siempre hombre lacho (enamoradizo) como el que más y aunque su vida estaba dedicada a su familia y su trabajo, siempre dejó tiempo para enamorar a alguna pollita o polloncita, del campo o del pueblo. ¡Nunca h´ey sido fijao en esas menudencias! Decía y agregaba con picardía ¡No soy na de superticioso ni asquiento!.¡Me dan lo mesmo las trintres, las cogote pelado o las castellanas!.¡P`a cazuela son todas guenas!
A diario y muy temprano, salía hacia el pueblo en su carretón a vender la leche de sus cinco vaquitas y tener para parar la olla todos los días sin que se notara la escasez del billete. Entonces conocía y enamoraba a las empleadas domésticas que, coquetonas salían a recibir la leche que Ramoncito, como le decían, les entregaba, no sin antes dejarles caer una bonita palabra. ¡Es triguito! Decía él. Después se acostumbran y terminan comiendo en mi mano y el día que no les digo nada, me preguntan ¿Qué le pasa Ramoncito, que está tan serio?.Y yo altiro salto: Es que todos los días le digo lo linda que amaneció y usted nunca me ha correspondido ni siquiera con un besito, ni aunque sea pa hacerme una ilusión…respondía.
A todas les decía irremediablemente lo mismo, el rezo se lo conocía de memoria y según él, le daba muy buenos resultados, porque no hay mujer que se resista a las palabras bonitas ni al halago y con mayor razón las que no son muy agraciaditas, porque a esas nadie les dice nunca un piropito. ¡Caen redonditas! Y son agradecidas.
Pero hoy, sus pensamientos estaban en otro lado. Recordaba con dolor a su gran amigo y compañero de tantas aventuras. Testigo de sus fortalezas y debilidades. Le vio vencer y ser vencido. Encarar y huir. Enamorarse y llorar las penas de amor y burlarse de amores que él no correspondía. Nunca le abandonó, ni dejó botado. Siempre a su lado aguantando a pié firme la sed y el hambre, la lluvia y el sol abrasador. Jamás una queja, ni una mirada de reproche, ni un gesto de malestar. Muy por el contrario, parecía que disfrutaba con sus picardías y, aunque su amigo era el serio de la dupla, a veces parecía que esbozaba una leve sonrisa de complicidad.
Comentando con algunos amigos la actitud y el comportamiento de Toribio –así se llamaba su compañero de andanzas- era, por cierto, la envidia de todos e incluso algunos los quisieron enemistar diciéndole que ya estaba viejo y en cualquier momento lo iba a dejar botado en plena correría, que mejor buscara otro compañero mas joven, ya que en un momento de apremio no iba a ser capaz de responder como se debía y hasta ahí no más iban a llegar sus diabluras. Naturalmente que Ramón se negó siempre. Andaría con Toribio hasta que el cuero no les diera más a los dos.
Y así no más fue. Ese día lo había ido a enterrar. La noche anterior se quedó dormido a la intemperie y cayó una helada de padre y señor mío que, parece, le provocó una bronconeumonía fulminante y la muerte mientras dormía. Por suerte todo fue rápido y prácticamente no sufrió.
Se llevó a la tumba sus secretos y los míos. Jamás dijo una palabra sobre nuestras correrías, incluso cuando la Emilia lo atrincaba y amenazaba con castigarlo. El, se limitaba a menear la cabeza de un lado a otro en señal de negación y guardaba un silencio sepulcral que a ella le exasperaba, aunque, en el fondo, le gustaba que Toribio fuera así, porque sabía que su marido estaba en buenas manos y no iba a andar en la boca de nadie por chismes.
La lealtad y abnegación de Toribio, era a toda prueba y frente a cualquier circunstancia, decía Ramón y contaba: “A veces cuando se me hace tarde por ahí, al momento de irnos, Toribio me mira, emite un ruido ininteligible y partimos para la casa al trotecito y como el pobre ha estado sin comer desde el almuerzo, le convido un sanguche de mortadela y un vasito de vino tinto, porque no soporta el blanco y con eso se conforma hasta el otro día. A la mañana siguiente, no necesito ni siquiera despertarlo. Me está esperando y contesta mi saludo con un curioso sonido semejante al de la noche. Incluso a esa hora ya está desayunado.”
Sus amigos le escuchaban con cierta incredulidad y se interesaban en conocer un poco mas sobre la vida de Toribio que, aparentemente, era tan fuera de lo común.
- Oiga on Ramón y…¿No se le ha conocido hembra a este badulaque?
- ¡No, fijesé!. Lo que pasa es que cuando era un potroncito, ustedes me comprenden, se anduvo enredando con una hembra bastante mayor que él y le cayó la rocha. En esos tiempos el castigo era demasiado severo y eran intransigentes, así que lo agarraron entre varios y le cortaron los compañones sin contemplación alguna.
- ¡Putas los guevones salvajes! ¡Le cagaron la vida!
- ¡Así no más fue!. Pero él ha afrontado con mucha hidalguía y coraje su condición, y ha llevado una vida igual que un monje de claustro. Nunca más miró una hembra ni le interesan. Seguro que, además, debe tener la herramienta atrofiá por falta de uso.
- ¡Seguro que sí, po!. Además que tiene que haber quedado resabiado con el tremendo castigo que tuvo. A la otra lo hubieran matado y…no es pa tanto el gusto.
- Pero no vayan a creer que es p´al otro equipo o como dicen ahora, se le quema el arroz. No…no…hay que ser harto machito pa soportar callado y sin queja la vida que a él le ha tocado. Lo otro, lo de la herramienta es una desgracia que a cualquiera le pudo haber pasado.
- Así no más es, y aún ahora nadie está libre de tamaña desgracia.
- Pero yo me he desquitado y todo lo que él no ha podido hacer, lo he hecho yo de pura rabia. He enamorado y hecho mía a cuanta cristiana se me ha puesto .por delante y siempre…a la salud de Toribio y aunque no somos iguales, él sabe que es por venganza a lo que le hicieron. No vayan a creer que ha sido por mi placer…noo…noo.
- Se nota que usted lo quiere re mucho porque no cualquiera hace esos tremendos sacrificios, dijo uno de los amigos. Recuerdo haberlo visto una vez con una gorda que debe haber pesado más que un novillo de rodeo, que tenía rollos hasta en el dedo meñique y cara de chancho con triquina. ¡Guen dar con la diabla fea iñor!. ¡Si de puro mirarla a uno le daban arcadas!. Y usted, don Ramón, metidito en un pliegue de la guata, haciéndole moroco.
- ¡Es la pura y santa verdad! Agregó otro…yo también lo vi en acción una vez con la vieja descaderá que vive en una ruca a la orilla del canal La Mojicana. Me condenara que la vieja se quejaba más que un apaleado, pero no aflojaba ni un milímetro. Se notaba a lo lejos que era puro desquite de don Ramón porque ella estaba colgando agarrá de un pedazo de soga que estaba amarrado de una viga.
- Así como esos, muchos otros casos…les cortó los recuerdos Ramón, porque le parecía impropio que se estuvieran ventilando públicamente sus actos de nobleza cuando intentaba reparar la dignidad de Toribio.
Ramón no podía sacarse de la cabeza a su compañero de correrías. Lo veía botado, frío, con el cuerpo rígido, los ojos entreabiertos al igual que sus labios que dejaban ver unos dientes grandes, potentes, firmes y semi amarillentos.
Cavó la tumba en el mismo lugar sin pedir ayuda a nadie ya que consideraba que Toribio merecía sobradamente ese sacrificio suyo. Lo sepultó en silencio y con el corazón apretado, compungido, sangrante…
Aún recordaba, con absoluta claridad, el primer día que lo vio. Estaba entre muchos otros, sin embargo sus miradas se cruzaron e inmediatamente se produjo algo así como una complicidad, una simpatía, una mutua atracción y Ramón, sin pensarlo dos veces le dijo:”¡Tú vas a ser mío…ya lo verás!”
Entonces Toribio era joven, lleno de energías y vigor y a pesar de esta inexperiencia, supo también que tenía que entregarse a este hombre y transformarse en su fiel servidor por el resto de su vida.
Ramón nunca fue un hombre adinerado, muy por el contrario, siempre le faltó el billete. Sin embargo ese día estaba dispuesto a todo, incluso a encalillarse, pero nadie le quitaría este ejemplar. Le había gustado mucho y sería suyo a toda costa.
Hacía ya un buen rato que el remate había comenzado en la feria de animales y Ramón esperaba pacientemente que su ejemplar ingresara al corral donde se mostraban los animales para ser subastados. Pocos minutos después, ingresó el que sería suyo. Fue una lucha encarnizada con otro comprador que, al parecer, tenía tanto interés como él en quedarse con este caballo negro azabache que lucía una pequeña mancha blanca en la frente, como estrellita de la suerte, le pareció entonces. Ramón llegó al límite de su poder económico cuando su contrincante se retiró del combate.
Le puso de nombre Toribio, porque le parecía un náufrago llegado desde el mar de la feria de animales a la aventura de un lugar que le era totalmente desconocido.
¡¡¡Toribio… Toribio… Toribio!!! ¡Qué caballo más fantástico! ¡Ciego, sordo y mudo! ¡Era el cristiano perfecto!