martes, 25 de noviembre de 2008

El temor del señor Cura


EL TEMOR DEL SEÑOR CURA



- Yo necesito la patente señor Alcalde. Considere usted que vengo de la Capital de la Región a instalarme a acá y sea como sea mi negocio, va a darle un poco más de vida al pueblo y hasta podría aumentar el turismo.

- Está bien señora Elvira, pero usted debe comprender que somos una Comuna Rural, con escasa población y donde la gente es demasiado conservadora e incluso mojigata. Su negocio no va a pasar desapercibido.

- Pero ya verá usted que lueguito se acostumbran. Si ya no hay pueblos en Chile donde no haya un negocio con patente de Cabaret que, por lo demás, son absolutamente legales.

- A Dios gracias en nuestro pueblo no se ha entregado ni una y no quiero ser yo quien pase a la historia por haber sido el primero en autorizarla.

- Sin embargo, señor Alcalde, va a tener que autorizarme quiéralo o no, porque la ley está conmigo.

- Se equivoca, señora, porque si yo consigo con el Consejo Municipal eliminar las patentes de esa naturaleza, usted se va a tener que quedar con las ganas, por mucho que tenga el local arrendado, adaptado y pagado un año anticipado, con el mobiliario, la iluminación y los letreros instalados, o ya cuente con la autorización del Servicio de Salud del Ambiente.

- Si usted se pone en esa posición, señor Alcalde, yo me veo en la obligación de declararle la guerra y créame que tengo los contactos suficientes como para amargarle la vida a usted, al municipio y al pueblo mismo. Estoy absolutamente segura que se va a arrepentir de esta negativa y que va a terminar teniendo pesadillas conmigo todas las noches. Sólo voy a dejarle una inquietud, para que vaya pensándolo: ¿Con la vida que yo he tenido, usted cree que hay algo que se diga de mí, que me pueda afectar? ¿Cree usted que en mi negocio, se saben cosas que el resto de la gente desconoce? Y por último ¿Cree que sería bueno que se conocieran? Piénselo señor Alcalde…hasta luego.

La señora Elvira Castro era una mujer de aproximadamente cincuenta años, alta, delgada, morena de ojos pardos, que se mantenía estupendamente bien. Fue prostituta desde jovencita y tuvo la previsión de ahorrar dinero para instalarse con su propio negocio –en la Capital Regional- cuyo manejo dominaba a la perfección. Por lo mismo conocía a importantes personajes que, en algún día de juerga habían aparecido por su local y que ella se había encargado de darles una atención preferencial y privada, poniéndoles a disposición a las más jóvenes y hermosas cortesanas. De igual manera había empleado algunas triquiñuelas, para dejarlos comprometidos con ella, por el resto de sus días.

Ahora había arrendado la casa patronal de un fundo, cuyo dueño había fallecido y los herederos no tenían interés por la actividad agrícola de modo que la tierra también se encontraba arrendada.

En medio de un frondoso y añoso parque, estaba la casona de dos mil doscientos metros cuadrados construidos en forma de cuadrado, con corredores que miraban hacia un patio central interior de hermosos y bien cuidados jardines que rodeaban una fuente que, según decían, había sido traída de Perú, como trofeo, después de la guerra del pacífico.

Doña Elvira, con muy buen gusto, la había adaptado a sus necesidades, creando distintos ambientes. Entre ellos sobresalía el salón oriental, el árabe y el tropical. En cada uno de ellos las cortesanas ejecutaban danzas y se vestían con los atuendos propios y típicos de la cultura que representaban.

La inversión había sido muy importante y por lo mismo no estaba dispuesta a dejarse vencer tan fácilmente. Era una persona que había luchado mucho en su diario vivir y este Alcalde moralista no la iba a amedrentar ni menos a derrotar.

La guerra iba a ser durísima. La noticia ya se había divulgado por todo el pueblo y, como era de esperarse, las opiniones estaban divididas.

Un importante y numeroso grupo defendía la instalación del negocio, aduciendo que en una democracia todos tenían derecho a ganarse la vida como mejor les pareciera, mientras no se infringiera las disposiciones legales vigentes y si existía en la ley la patente de Cabaret, era porque este tipo de local comercial era legal. De manera que no había razón alguna para negársele su instalación. Por lo demás, la concurrencia al negocio era voluntaria y libre. Alegaban, por último, que la gente tenía confusión entre lo que era un “Cabaret” y lo que era un “Prostíbulo” y tenían el convencimiento que eran lo mismo con distinto nombre, lo que por cierto es un error.

Por otro lado, los opositores se escudaban en la moral y las buenas costumbres. No hay que olvidar, decían, que la ocasión hace al ladrón y la concupiscencia de la carne es demasiado tentadora para hombres inescrupulosos, de los cuales el pueblo estaba lleno. La gente decente, honesta y cristiana se vería en la obligación de emigrar, por no exponer a sus hijos a los escándalos que, seguramente a diario, serían el obligado comentario de los vecinos. Más aún, temían que las meretrices, ya entrando la noche, salieran a la puerta del negocio a invitar a los transeúntes, vestidas por supuesto, con prendas que dejarían ver más allá de lo pudoroso y decente.

Era el único tema de conversación.

- Yo creo, decía la señora Elena (vecina que según decían, tenía un pasado bastante oscuro) que no hay razón alguna para tanto escándalo. Si estos negocios existen en todos los pueblos de Chile y ningún pueblo ha muerto por ello ¡Por qué no puede existir acá?

- Lo que sucede, mi querida señora, le contesta don Gervasio, es que nosotros estamos acostumbrados a una vida sana, sin malas costumbres ni escándalos.

- Pero don Gervasio, si las personas pueden concurrir a tomarse un trago, compartir un momento, bailar y no armar escándalo alguno o ¿Acaso es obligación terminar peleando después de tomarse un trago?

- Por cierto que no; pero somos gente provinciana que no tenemos la cultura de las grandes ciudades y por una mujer buena moza y ligera de ropa, muchos se van a destripar por ganar sus favores.

- Yo creo que los dos tienen un poco de razón, dice la señora Raquel que recién se incorpora a la conversación. Y pienso que nosotras tenemos que ponernos firmes y ser capaces de controlar el comportamiento de nuestros hombres. Si hemos podido mantenerlos a nuestro lado, pese a las tentaciones de tantas rameras sin título que andan por ahí, con mayor razón los alejaremos de las profesionales de la lujuria. Para que ustedes sepan, yo no les tengo ni una pizca de miedo a estas competidoras, puesto que también tengo lo mío.

Ya nadie podía ocultar el tema o dejar de comentarlo. La situación se le comenzó a complicar al Alcalde que, en realidad, no encontraba a que lado ubicarse para no perder popularidad, hasta que uno de sus asesores le dio la solución: Debía convocar a todas las directivas de las organizaciones sociales de la Comuna a una consulta popular. Para ello debían presentarse con un poder que les autorizara a votar a favor o en contra de la instalación del Cabaret. Estas organizaciones, más el Consejo Municipal, serían, en definitiva los que tomaran la decisión y el Alcalde, como Pilatos, se lavaría las manos.

Como la idea era buena el Alcalde optó por llevarla a efecto y expresó su decisión mediante la instalación de carteles ubicados en los lugares más concurridos, como igualmente difundirla por la radio local. Se fijó en un mes la fecha de realización de dicha consulta, a objeto los pobladores tuviesen tiempo suficiente para interiorizarse bien del tema y discutirlo en profundidad.

Doña Elvira comenzó a poner en práctica suavemente sus argucias, para conseguir los votos favorables a sus fines.

- ¡Aloo…qué gusto de saludarlo don Manuel! Habla Elvira Castro.

- El gusto es mío, Elvirita. ¿En qué la puedo servir?

- Como usted sabe, estoy postulando a una patente comercial en su pueblo y le agradecería mucho que usted me apoyara en esta gestión.

- Si, por supuesto, cuente con mi voto.

- Pero, necesito también que de su opinión favorable en el programa radial de las noticias. Bastaría con que dijera: ¡¡Yo soy partidario de otorgar la patente!! Y le pusiera mucha fuerza al decirlo.

- Bueno, si por casualidad me entrevistaran, yo daría mi opinión en ese sentido, pero usted sabe que es muy difícil que me entrevisten, ya que no soy autoridad. Trataba de eludir el bulto don Manuel.
- Pero usted don Manuelito es presidente de todas las Juntas de Vecinos y por lo mismo es una persona muy influyente en la opinión pública y goza de mucho prestigio. Le aviso, además, que ya hablé con el dueño de la radio y en quince minutos hay un reportero para la entrevista. Con el mismo reportero le estoy mandando un sobre con la copia de la foto que se tomó con la Gina cuando estuvo en mi negocio con su compadre el Concejal Omar Jofré. Él ya recibió su foto y por supuesto que lo entrevistaron hace menos de una hora. Dijo que él era ferviente partidario de las libertades personales y empresariales y que lucharía porque se respetara este derecho. Cada una hora, durante todo el mes, van a repetir esta frasecita y espero que usted diga algo parecido a lo que yo le he insinuado para que lo repitan también.

- Bu…bue…no Elvirita, ahí veremos.

- Gracias don Manuelito, yo se que me va a ayudar ¡Adios!

Por supuesto que no fue la única llamada, ni la única presión que ejerció con éxito doña Elvira.

El Juez del Crimen recibió por correo ordinario un sobre con una foto en la que se encontraba completamente desnudo acostado con una mujer en similares condiciones, sin cubrirse ni una parte de su cuerpo. Reconoció a la mujer y la situación, pero no tenía recuerdo alguno de haber posado en esas condiciones. Junto a la fotografía una pequeña nota en la que se le pedía apoyar la patente en entrevista radial que se le efectuaría.

Igualmente recibieron similares fotografías y fueron entrevistados por la radio los siguientes personajes públicos: Agente del Banco, Presidente de la Cámara de Comercio, Director del Hospital, Presidente de Rotary Club y Club de Leones. Todos, por supuesto, dieron opiniones favorables a la instalación del negocio.

Lideraba la oposición al negocio el Padre Ambrosio, Cura Párroco del lugar y contaba con el apoyo de una serie de organizaciones de carácter religioso entre ellas: Las Hijas de María, las Devotas del Rosario, las Seguidoras de San Benito, las Hermanas de la Cruz y otras similares, todas integradas exclusivamente por mujeres.

El trabajo del señor Cura se centraba en la presión que ejercían las dueñas de casa al interior de sus hogares, recurriendo a principios morales, éticos, tradiciones cristianas, buenas costumbres y futuro de la juventud. Lanzó a la calle a sus mujeres a conversar y convencer a otras no participantes de las organizaciones religiosas, del peligro que significaba para el pueblo la instalación de un negocio cuya finalidad era el pecado capital de la lujuria.

La guerra era sin piedad y sin tregua. De lado a lado las bombas esparcían cientos de injurias salpicando a quien osara defender la posición opuesta. Degenerados, inmorales, libidinosos, pecadores, escandalosos, gritaban por un lado y por el otro les contestaban mojigatos, santurrones, solapados, cínicos, falsos, embusteros.

Aun faltaban quince días para la consulta y la situación del pueblo se hacía insostenible. La intolerancia de ambos bandos había llegado a extremos insoportables. Las personas se habían abanderado de tal forma que el problema había pasado a ser algo personal que estaba enemistando a los vecinos y dificultando la convivencia cotidiana.

Incluso los escolares azuzados por sus padres discutían entre ellos con argumentos que ni siquiera entendían, limitándose a repetir lo que escuchaban. Eran verdaderos diálogos de sordos en los que se esgrimían argumentos que muchas veces contradecían la posición que supuestamente defendían.

Ya, prácticamente todos, deseaban que llegara luego el domingo próximo, día en que, a las doce en punto, se llevaría a efecto la consulta tan publicitada, tan peleada y tan trascendente para el pueblo.

Doña Elvira dispuso de la radio toda la tarde del sábado, con programas musicales, repetición de las entrevistas a los personajes públicos, arengas pro libertad, pro adelanto, pro justicia, pro trabajo, pro turismo y no conforme con ello, cuando la tarde moría y aparecían las primeras sombras de la noche, tres vehículos provistos de parlantes recorrían el pueblo pidiendo el apoyo de la comunidad para que presionara a sus representantes y dieran el voto favorable a lo que consideraban justo y legal.

Fue el último golpe de doña Elvira. El tiempo se había cumplido y ya no había más que hacer. Tenía confianza en la campaña realizada y mucha seguridad en que sería la triunfadora, pese a que reconocía que el Cura había sido un adversario sumamente duro y batallador inclaudicable.

Y tenía toda la razón, ya que el Cura Ambrosio era quien iba a dar el último golpe con el que pretendía ganar el combate por knock out. Para ello, tomando como excusa la consulta, decidió realizar sólo una misa a las diez de la mañana de modo que lo último que escucharan quienes tenían que emitir su votación, fuera su palabra.

La iglesia se encontraba completamente llena, con fieles de pie en los pasillos e incluso no se pudo cerrar las puertas porque la gente no cabía toda en el interior. Las autoridades y demás representantes del pueblo, pedían –supuestamente- el apoyo divino para tomar la decisión más conveniente a los intereses comunitarios.

El Cura Ambrosio feliz con la feligresía. Sólo para Pascua de Resurrección y para la Misa del Gallo se veía tanta gente.
Su sermón debía, por supuesto, estar orientado al acontecimiento cívico que se llevaría a efecto en un par de horas y efectivamente así fue.

Queridos hermanos: Hoy es un día muy especial para nuestro amado pueblo. Hoy, nosotros, sus habitantes nos jugamos, por medio de nuestros representantes, un futuro de paz, tranquilidad, sosiego, seguridad, moralidad y santidad, versus un futuro de pecado, inmoralidad, lujuria, y destrucción familiar.
No podemos permitir que Satanás usando a una persona ajena a nuestra comunidad, quebrante la armonía, la amistad, la buena vecindad, la generosidad, la tolerancia y la solidaridad que siempre ha reinado entre nosotros y que últimamente ha sido destruida.
Matrimonios que no se hablan, hijos desorientados, vecinos que se niegan el saludo, jefes que presionan a sus subalternos, organizaciones sociales de bien que apoyan la indecencia. Todo es caos, porque todo es demoníaco.
Lo peor que temo, hermanos, es que estas meretrices seguramente traerán enfermedades venéreas que contagiarán a los hombres y éstos pegarán el contagio a sus esposas y más de alguno a su amante y así las enfermedades se multiplicarán rápidamente de tal forma que antes que se alcancen a tomar las medidas sanitarias correspondientes, ESTAREMOS TODOS CONTAGIADOS.
A la semana siguiente, se extendió la patente correspondiente y el negocio fue bendecido por el Cura Ambrosio.

Original de ANTONIO SANDOVAL LENA



El huacho Contreras

E L H U A C H O C O N T R E R A S





Eran los primeros 30 años de Carabineros y muy pocos se interesaban por ingresar a la Institución, ya que, además de tener que cumplir una función peligrosa, la paga era sumamente baja. De ahí que muchas veces la selección del personal no se hacía precisamente buscando a los de mayor cultura o educación, sino a aquellos que tuvieran un cuerpo robusto y el valor necesario para afrontar situaciones de peligro extremo.

Fue así como llegó a la Institución el Cabo Rosendo Contreras Huerta. Debe haber tenido sexto preparatoria cursado en escuelita de campo, donde, en aquella época, bastaba con que los alumnos supieran leer, escribir y machacar un poco con las cuatro operaciones matemáticas. Sabían además que para el 21 de mayo se desfilaba, para el 18 de septiembre habían ramadas e igual cosa para la Pascua y el Año Nuevo.

Para la época talvez no era necesario para un Carabinero tener mucha más instrucción general, bastaba con eso; pero sí era necesario que supiera cuándo podía detener a una persona y por qué; cuándo podía hacer uso de su arma de servicio y un par de detallitos más. Esto, se lo enseñaban en los cursos de reclutamiento que, por lo demás, eran sumamente breves.

Lo que verdaderamente era importante y en lo que se ponía mucha atención, era en la actitud que el hombre asumiera ante una situación de peligro. Debía ser osado, temerario, resuelto, decidido, dispuesto a todo, muy pero muy leal y con un gran espíritu de sacrificio y de cuerpo.

Las situaciones que había que afrontar en la vida policial de la época, eran sumamente difíciles, principalmente en la lucha contra el cuatrerismo que asolaba los campos y desmoralizaba a los ganaderos que sufrían las consecuencias de estos robos perpetrados por verdaderas bandas organizadas como tales y que poseían armamento de fuego de gran poder, con el que se enfrentaban, sin miramientos de ninguna especie, con los Carabineros, de manera que éstos no sólo debían tener la instrucción necesaria para estos fines, sino también y lo más importante, el valor suficiente para guerrear con estos delincuentes que no tenían Dios ni ley y por lo mismo eran capaces de ahorcar con sus propias manos a su adversario si se les presentara la ocasión.

A esta estirpe de Carabineros pertenecía Contreras. Una descripción de su físico podía servir para describir a miles de hombres. Moreno, estatura media, complexión mediana, pelo negro y liso, sin cicatrices ni señales que lo hicieran distinguirse. Es decir, era un hombre completamente hecho en molde.

No ocurría lo mismo con su forma de ser. De carácter muy fuerte, impetuoso, mal genio, intolerante y absolutamente carente de paciencia. Muy disciplinado. Le gustaba cumplir las órdenes de inmediato y cuando él las daba exigía su cumplimiento en similares términos. Sus compañeros decían que El Huacho –así lo apodaban, quien sabe por qué razón- vivía de mal genio, enojado y por lo mismo no se jugaban bromas con él.

En el pueblo pasaba igual cosa. La gente ya lo conocía y naturalmente le tenían respeto y miedo, una mezcla de ambas características, pero no dudaban en recurrir a él cuando la situación los favorecía, pues sabían que no iba a dejar el problema para el día siguiente.

- Cabo Contreras.

- Ordene mi Teniente

- Mañana va a salir de patrullaje montado, hacia el sector de Las Palmas, pasando por El Almendral y La Olla, donde va a cumplir algunas órdenes judiciales.

- A su orden mi Teniente.

- Va a aprovechar también de consultar a los ganaderos del sector si han tenido últimamente problemas de cuatrerismo y en caso que no los hayan tenido, advertirles que se cuiden porque en las vecindades de ellos, hacia El Boldal han estado robando y no sería raro que se pasen para Las Palmas.

- A su orden mi Teniente.

- ¡Ah! Una última observación y muy importante por lo demás. Mañana corresponde Entrevista con el personal del Retén La Rinconada, en el lugar denominado El Paso, que me imagino usted conoce. En todo caso está en el límite de nuestro sector con el de ellos. El sendero lo va a llevar hasta unas inmensas rocas que están en la cima misma del cerro. Ese es el lugar preciso de la Entrevista.

- Si mi Teniente. He ido varias veces a Entrevistas en ese lugar y lo conozco bastante bien.

- La Entrevista es a las 11,30 horas de modo que va a tener que salir de aquí a más tardar a las 06,00 horas y de regreso visitar a los ganaderos.

- Mi Teniente, una consulta.

- Dígame.

- ¿Quién me acompaña?

- El Carabinero Mejías. Ya está notificado.

- A su orden mi Teniente. El Carabinero Mejías no era santo de la devoción de Contreras. Lo encontraba físicamente muy debilucho, ya que era flaco, desgarbado, de tez blanca-pálida, pelo castaño ondulado y ojos zarcos; además, falto de carácter y se lo pasaba todo el día y todos los días, chacoteando y haciéndose bromas con los otros Carabineros. Le parecía que era un pajarito que se pasaba la vida sin que nada fuera serio. Incluso en asuntos del servicio les hacía bromas a los detenidos por delitos graves y cuando caían detenidos por ebriedad, se divertía haciéndolos hablar tonteras. En fin, su existencia era una jugarreta y eso era totalmente opuesto a la filosofía de vida de Contreras, donde todo era serio.

Seguro que durante el patrullaje no iban a tener siquiera de qué hablar y Mejías, en esas soledades de la cordillera de la costa, lo más probable es que se entretuviera cantando alguna canción mejicana que tanto le gustaban, ya que con su jefe no se podía hablar en broma, como era su costumbre y le agradaba.

De acuerdo a lo ordenado, a las 06,00 horas en punto se iniciaba el patrullaje montando, Contreras, el caballo Endiablado y Mejías la yegua Estatua.

Rollo delantero y trasero, conforme; armamento y munición, conforme; libreta de patrullajes, conforme; herraje de los caballares, conforme; órdenes judiciales para cumplir, conforme. Todo en regla, como de costumbre.

Antes de salir, Mejías ya estaba bromeando con el Carabinero Aguilar, que se encontraba de guardia, ironizando sobre lo entretenido que sería el patrullaje junto al Cabo Contreras, ya que lo más probable es que no cruzaran palabra en todo el día.

Era pleno invierno por lo que aún se encontraba oscuro y el tiempo era frío. Los pronósticos metereológicos indicaban que ese día llovería, por lo que llevaban puesta su manta de castilla y en el rollo la manta de agua. Se respiraba humedad en el ambiente y una suave y gélida brisa anunciaba que la lluvia se encontraba próxima. Los cerros de la Cordillera de la Costa, que era hacia donde se dirigían, se encontraban coronados de espesas nubes que, seguramente, derramarían su agua con abundancia en esos parajes.

El campo se veía triste con los árboles sin hojas, con los vacunos y caballares adelgazados por la escasez de pasto y con la falta de movimiento en las labores agrícolas. Todo estaba asolado, desértico y falto de vida. Hasta los pajaritos con sus plumas englobadas para protegerse del frío, emitían tímidos pío pío, sin gorjeos ni trinos armoniosos como los primaverales.

Tal cual Mejías había presupuestado, el patrullaje se realizaba en absoluto silencio por parte de ambos funcionarios. Cada uno ensimismado en sus propios pensamientos. Mientras Contreras pensaba como solucionar el problema de unas goteras de agua que tenía en su casa cuando llovía, Mejías no podía sacarse de la cabeza a Catalina, una niña hermosa con la que estaba pololeando y que la había conquistado gracias a su simpatía y alegría de vivir, y de la que, a pesar del poco tiempo de su relación amorosa, ya se sentía completamente enamorado.

Después de un par de horas de rápido caminar de los caballos y encontrándose ya en los faldeos de los cerros costeros, Mejías comenzó a entonar sus típicas canciones mejicanas, llenas de tragedias de amor y de agudos ayayay, mientras Contreras con una indiferencia aparente, las seguía mentalmente. Un par de veces, sí, no se calló un comentario…
- ¡Ya pu iñor! ¡Cántese otra, porque esa ya l”a cantao dos veces!

- A su orden mi Cabo, replicaba Mejías con una sonrisa picarona en sus labios y comenzaba otra canción…”Voy a contarles un corrido muy mentado….” Y reflexionaba para sí mismo: “En una de esas, capaz que haga cantar a este viejito enojón”.

El camino se terminaba y se iniciaban unos sinuosos senderos que, para alguien no baquiano, se transformaban en verdaderos laberintos imposibles de descifrar. Por supuesto que no era el caso de Contreras ya que hacía varios años que trabajaba en la Tenencia Chépica y dominaba la geografía de todo el sector jurisdiccional, bastándole sólo algunos puntos de referencia para orientarse con perfección incluso en la oscuridad de la noche.

- A ver Mejías, pare el canto y mire p”al bajo allá a la izquierda, onde está esa roca colorá. ¿Ve algo raro?

- Si usted se refiere a aquella roca que está como a setecientos metros, yo no veo nada raro, contestó Mejías, al tiempo que se empinaba en las estriberas y con la mano aumentaba la visera de su gorra como protegiéndose de los rayos de un sol inexistente.

- Ahora tampoco veo na, pero me pareció haber visto dos o tres jinetes y capaz que uno d”ellos sea don Jonás Riquelme y nos invite a un platito de porotos p”al almuerzo.

- Puede que sea él, porque aquí estamos en su fundo o bien su capataz don Jacinto Maldonado. A mi, mi Cabo me da lo mismo cualquiera de los dos que nos invite. Total, los porotos son ricos en loza de Penco o en platos de greda de Pomaire. Por último, la guata no sabe de pituquerías.

- Así no más es, remató Contreras. Si estamos con suerte, podríamos encontrarnos con ellos más adelante y si no, hay que echar mano al sanguchito e” queso no más. ¡Vamos andando!.

Un par de horas después y habiendo Mejías agotado su repertorio de canciones mejicanas, llegaban al sector El Paso con media hora de anticipación para la Entrevista programada. Desmontaron, soltaron la cincha para darle un poco de alivio a los pingos, les sacaron los bocados y con una soga los amarraron a unos matorrales para que ramonearan un poco. Aprovecharon también ellos de desentumecer y estirar un poco las piernas con algunas elongaciones y sentadillas, de fumarse un pitillo y de desbeber.

Quince minutos después, en un recodo del sendero y por entre el monte bajo, a unos cincuenta metros de ellos, asomó una pareja de Carabineros.

- ¡Buenos días mi Cabo! Cabo Oyarzún y Carabinero Terán del Retén La Rinconada, se presentan sin novedad a la Entrevista.

- ¡Buenos días! Contesta Contreras, al tiempo que estira la mano para saludarlo. ¿Cómo está usted y cómo están las cosas por su sector?

- En lo personal y en el Cuartel las cosas andan bastante bien, pero donde hemos tenido problemas es en el robo de ganado. Hay una banda que dicen que la comanda un tal “Loco Rosendo” que no ha dejado fundo sin esquilmar. Lo peor es que ya han matado a dos peones que los tenían cuidando el ganado en la noche, incluso armados con escopeta. Se sabe que han tratado de defenderse porque se encontraron cartuchos de escopeta disparados, pero de la escopeta misma ni rastros. Nosotros hemos dado vuelta al revés el sector y no encontramos ni huellas de estos badulaques. Dicen también que el Loco Rosendo es fácilmente reconocible porque tiene una cicatriz muy profunda desde el ojo izquierdo hasta la barbilla. En cualquier parte que sea visto, hay que detenerlo, pero con mucho cuidado porque es el demonio mismo.

- ¿Y se sabe cuántos son los de esta banda?

- Con seguridad no, pero comentan que no son más de cuatro y que cada uno vale por cuatro de nosotros. Así de bravos son.

- ¡Ojala entonces que no nos encontremos con ellos, porque me da chusto! ¡Mucho, mucho chusto! intervino Mejías, bromeando, como era su costumbre.

- ¡ En el redondel se ve el torero mi Carabinero!. Hay que sentir las balas chiflando la oreja pa saber lo que uno calza. ¡Me condenara que a uno le tirita hasta la pajarilla!

Contreras escuchaba el diálogo y dejaba constancia en la libreta de patrullajes, de la información que le estaba entregando el Cabo Oyarzún, ya que tenía que ponerla en conocimiento de su Jefe para que adoptara las medidas correspondientes.

Más novedades no hubo en el ámbito policial de manera que estuvieron más o menos tres cuartos de hora compartiendo la amistad y contándose anécdotas propias y ajenas. Agotado el tema, prepararon sus respectivas cabalgaduras, se firmaron mutuamente las libretas de patrullaje y emprendieron el regreso a sus Cuarteles.

De nuevo a los senderos de los cerros de suave pendiente y con mucho monte, donde predominaban los maquis, boldos, espinos, litres y por aquí o por allá uno que otro quillay.

Los caballos instintivamente saben que van de regreso a la querencia y apuran el paso con una cadencia uniforme que se modifica sólo por alguna gradiente demasiado pronunciada.

El tiempo había empeorado por esas serranías y estaba dejando caer una suave pero tupida lluvia de gotas pequeñas que unidas a un viento arremolinado les mojaba el rostro y corría cual copioso sudor por el cuello hacia el tórax empapándoles la ropa interior, al tiempo que era presagio de la tormenta que vendría más adelante.

Alrededor de las cinco comenzando a oscurecer, la tormenta se había desatado con toda su fuerza. Truenos que parecían rodados de cientos de inmensas rocas, precedidos de relámpagos que iluminaban kilómetros a la redonda. El cabalgar se estaba haciendo demasiado peligroso, principalmente cerro abajo por lo resbaladizo del camino debido al barro que se había formado.

Mejías ya no cantaba. Ahora cabalgaba, junto a su Jefe, con la cabeza semi- inclinada tratando de protegerse algo de la lluvia y el viento. Ambos en silencio rumiando cada uno sus pensamientos que se hacían repetitivos. Los músculos ateridos y la piel insensible por el frío, clamaban por un refugio y una taza de agua caliente que les desentumeciera las tripas.

Como si los deseos hubiesen producido el milagro, a no más de trescientos metros de ellos, saliéndose un poco del sendero que seguían, una pequeña columna de humo les anunció la presencia de una cabaña que había construido dentro de su fundo don Jonás Riquelme, precisamente para dar protección a sus trabajadores cuando los sorprendiera la noche o una tormenta, como en este caso. Incluso tenía un cobertizo para protección de las bestias.

- ¿Le parecería bien, Mejías, que pasáramos a esa cabaña a descansar un rato y calentar un poco el cuerpo? O seguimos no más.

- Yo creo mi Cabo que sería bueno que pasáramos a calentar los fierros y si tenemos suerte a lo mejor nos convidan un matecito o aunque sea una taza de agua caliente, porque el frío me tiene congelá hasta la fé de bautismo.

El ulular del viento, el ruido de los truenos y la lluvia acallantaba cualquier otro bullicio, de modo que pese a verse luz en el interior de la cabaña, nadie se asomó a recibirlos. Dejaron los caballares en el cobertizo donde ya había tres y antes de llamar a la puerta, Contreras hizo una señal de silencio a Mejías y atracó el ojo a una rendija que había entre las resecas tablas de la cabaña.

Había tres individuos que, alumbrados por un chonchón, jugaban a las cartas y bebían. Los dos que lograba ver Contreras desde su posición, no tenían el aspecto de ser trabajadores del campo y su ojo y tincada policial le hizo sospechar que se trataba de cuatreros. Hizo una seña a Mejías para que, desde otra posición tratara de ver al tercero.

A los dos minutos regresa Mejías y con una sonrisa franca pero silenciosa le informa, con un susurro, a su Jefe lo que ha visto: “Mi Cabo…ahora nos van a tiritar los calzoncillos a los dos. El otro bribón que está ahí, es nada menos que el Loco Rosendo”.

- Ahora tenemos dos posibilidades: nos vamos calladitos como hemos llegado y aquí no ha pasado nada o nos enfrentamos a esta banda y que sea lo que Dios quiera, propuso Contreras.

- Si yo tuviera que decidir, dijo Mejías, los enfrento y ahí vemos si son mejores que nosotros, como dicen. Total, mi Cabo, usted sabe: “Nadie se muere el día de la víspera”. ¡Pongámosle no más! Agregó desafiante.

- Y usted cree Carabinero, que el Huacho Contreras se v”achicar?. El único temor que yo tengo es por usté qu”es tan re flacucho. Por mi, me la juego solo, aunque me vaya con los tres p”al otro mundo.

- Flacucho pero no debilucho po mi Cabo, ya verá usté que no me tiembla el pulso. ¡Si ya estoy ansioso de entrar en acción!

- ¡Aquí vamos a ver entonces!. Por aquí por esta rendija, se ve la puerta de la cabaña y se nota que la tienen apuntalá con un tronco chico, suficiente solo pa que no se abra. Vamos a ir por ese lado y de una pura patá a la puerta, el tronco va a volar por el aire. Entramos con la carabina con bala pasá y los apuntamos altiro. Los hacimos pararse a un lado, con las manos arriba y usté los registra. Después uno por uno los va ir amarrando. Los echamos arriba e los caballos y partimos. Como a las diez de la noche estaríamos llegando al Cuartel. ¡Está listo Carabinero!

- Hace rato que estoy listo, mi Cabo. Cuando quiera.

Ambos funcionarios rodeando la cabaña, llegaron a la puerta y ante un gesto de Contreras, se fueron contra ella que cedió sin que significara mayor esfuerzo, ni un nuevo intento.

Los individuos sorprendidos pero acostumbrados a reaccionar ante emergencias, lanzaron los naipes al aire e intentaron sacar sus armas. Uno de ellos lo consiguió sustrayendo desde debajo de su manta, una carabina recortada, pero fue abatido de inmediato por un certero disparo del Carabinero Mejías, que le atravesó el tórax como si lo hubiese tenido de mantequilla. Una contracción involuntaria de sus músculos le hizo disparar su arma en cualquier dirección, sin provocar daño alguno.

Los otros dos, levantaron rápidamente sus brazos en señal de rendición.

- ¡Mejías!, Ordenó Contreras, ¡Regístrelos!

El Carabinero Mejías se terció la carabina y procedió al registro del individuo que tenía más próximo, quitándole un revólver que tenía en la cintura y procediendo de inmediato a amarrarlo lo suficientemente firme como para que no tuviera posibilidad alguna de soltarse. El Carabinero sabía hacerlo bien.

El siguiente era el Loco Rosendo que, con los ojos achicados, miraba en todas direcciones como buscando el espacio suficiente para huir. Su expresión no era de temor, sino más bien de decisión. Sin embargo las circunstancias no le dejaban alternativa alguna. Se acercó Mejías con una actitud triunfalista y comenzó el registro encontrándose de frente al detenido. Bajo los brazos, nada; en la cintura, un revólver; en la cintura por la parte de atrás, un cuchillo; por la pierna izquierda, nada; por la pierna der…no alcanzó a terminar.

El Loco Rosendo extrajo desde la manga de su chaqueta de huaso, un segundo cuchillo y lo clavó en la espalda del Carabinero Mejías un par de veces antes que Contreras le atravesara la cabeza de un disparo. El tercer cuatrero, pese a estar amarrado de manos, quiso reaccionar lanzando puntapiés y fue igualmente abatido.

Mejías, de bruces en el suelo, vomitaba un par de bocanadas de sangre y respiraba agitadamente.

- ¡Por la cresta mijito! ¡Lo clavó muy adentro! Consulta Contreras, con voz temblorosa y los ojos llenos de lágrimas.

- Estamos bien, mi Cabo, contesta Mejías, “tres bandidos por un Paco” y no “cuatro Pacos por un bandido” como dicen.

- ¡Cállese mejor m”hijo! Ya verá que vamos a salir d”esta.

Contreras hizo una cama en el suelo con las dos mantas de castilla, acomodó bien a Mejías y salió a matacaballo en busca de ayuda a las casas patronales de don Jonás Riquelme, que eran las más cercanas.

Una hora después estaba de vuelta con el propio don Jonás, su capataz don Jacinto y un par de trabajadores que traían una especie de angarilla que haría las veces de camilla.

El Carabinero Mejías estaba sumamente pálido, seguramente por la sangre perdida, aunque aparentemente no era mucha y no daba muestras de afligimiento o incluso de nerviosismo.

Sobre las heridas se le puso unos apósitos de género y con una sábana vieja se confeccionaron vendas para, por lo menos, evitar que siguiera sangrando mientras era trasladado al hospital de Santa Cruz que era el más cercano.

En una camioneta del año 35 que tenía don Jonás, que por lo demás era el único vehículo motorizado que existía por el sector, trasladaron a Mejías hasta el Hospital de Santa Cruz donde se le practicaron los primeros auxilios y siguieron con él, en ambulancia, hacia San Fernando.

El Cabo Contreras no se separó de él ni un segundo. Le hablaba, lo animaba, le daba valor, le pedía que tuviera fuerzas y que luchara por su vida. Ya no le decía Carabinero, ahora le decía hijo. Por su parte Mejías, que nunca perdió el conocimiento, lo miraba con ojos maliciosos y esbozaba una leve sonrisa, como queriéndole decir: este trato humano que está teniendo…se va a saber y caro le va a costar.

Estuvo con él, tomado de su mano, hasta que pasó al pabellón de operaciones ya que, según dijo el médico, había que reparar partes internas de su cuerpo que habían sido dañadas.

En un escaño que había al lado afuera del pabellón, estaba Contreras, sentado, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza afirmada con ambas manos. El llanto, que se esforzaba por hacer silencioso, le estremecía su cuerpo. Lloraba como el padre que ha perdido a su hijo, sintiendo el dolor en el corazón mismo y lo peor de todo es que tenía el convencimiento de haber sido el responsable de esta tragedia. Se había dejado llevar por el desafío que le planteó Mejías cuando le dijo:”Si yo tuviera que decidir…los enfrento aquí mismo” y él fue débil de carácter al aceptar el reto de su subalterno. Debió haber analizado detalladamente la situación. Pero no…¡Cómo el Huacho Contreras no iba a correr el riesgo!. Su prestigio de hombre rudo y osado, del que se enorgullecía, no podía ponerse en juego. Ahora estaba derrotado, sin fuerzas y sin explicaciones que dar. ¡Bonito procedimiento policial! Tres bandidos muertos y un Carabinero, que era un niño aún, a punto de morir también. ¡Se había lucido!.
Hacía ya dos horas que se encontraba en el lugar, cuando llegó su Jefe de Tenencia, el Teniente Carmona y el Comisario de Santa Cruz, Mayor Olivares. Habían sido avisados de lo ocurrido por el propio Jonás Riquelme que, de regreso de Santa Cruz hacia su fundo, pasó a Chépica a informar lo acontecido. Dichos Oficiales fueron informados en el hospital de Santa Cruz sobre el destino del lesionado.

Encontraron a Contreras deshecho. Parecía que cargaba sobre sus hombros un peso que se le hacía insoportable. Su rostro, normalmente de expresión dura y decidida, era el de un niño solitario e indefenso. Miraba a sus Jefes y no emitía palabra alguna. Era una mirada que no veía, perdida, sin vida, sin brillo, ausente…

- ¿Le han dicho cómo está Mejías? Le interrogó el Mayor.

- No mi Mayor, desde que entró a la operación, hace ya más de dos horas, no he sabido nada.

- Y antes de entrar al pabellón de operaciones ¿Cómo estaba?

- Muy mal, mi Mayor. Recibió dos puñaladas en la espalda y había perdido mucha sangre, si parecía transparente de pálido que estaba. Yo creo que va a ser muy difícil que aguante, no ve que es tan re flacucho este niño.

Estas últimas palabras brotaron de la boca de Contreras como un susurro tembloroso. Apretó los labios y agachó la cabeza para que su Jefe no viera que un par de lágrimas corrían por sus mejillas. No podía sacar de su mente la imagen del Carabinero botado en el suelo vomitando sangre y esa imagen le estaba enloqueciendo.

- No se aflija anticipadamente, mire que los flacos, muchas veces, aguantan más que los maceteados, lo tranquilizó el Mayor.

- Ojala sea así, mi Mayor. Este niño no tiene por qué pagar las imprudencias cometidas por mí, que me dejé llevar por el orgullo de ser considerado valiente y decidido, que por lo demás es lo único de lo que me puedo enorgullecer.

- Ese tema lo veremos después, con tranquilidad y serenidad, por ahora sólo debe preocuparnos la salud de este muchacho.

Dos horas después salió del pabellón el médico de Carabineros doctor Sepúlveda, empapado en sudor producto de la tensión a que se vio sometido con la operación. Se le notaba agotado pero estaba optimista.

- Buenas noches, mi Mayor, saluda el doctor y comienza su informe: El Carabinero llegó con dos heridas penetrantes en el dorso que, feliz y milagrosamente, no le dañaron ningún órgano vital. El peligro mayor radicaba principalmente en que presentaba un cuadro de anemia aguda, provocado, por supuesto, por la abundante pérdida de sangre; pero hemos reparado el daño y le hemos transfundido suficiente sangre como para que se recupere.

- ¿Está diciendo doctor que el Carabinero se va a salvar?

- Si todo se da con lógica y no se nos presentan problemas de otra índole, se va a salvar y no tendría por qué quedar con secuelas de ninguna naturaleza. Ahora está durmiendo y lo hará hasta mañana. Yo creo que a eso de las diez de la mañana lo pueden venir a ver, para informarse de su estado. Por ahora, no hay nada más que hacer. Buenas noches.

- Buenas noches doctor y muchas gracias.

Procedían a retirarse cuando Contreras se acercó al Mayor y le pidió que le otorgara el feriado correspondiente al año anterior, que se le adeudaba. Su petición fue hecha con tanta vehemencia que al Mayor no le quedó sino acceder a ella, considerando, además, que estaba pasando por una situación difícil y necesitaba el descanso. Le ordenó, eso si, que no saliera de la guarnición hasta que no se le tomara declaración escrita sobre lo acontecido.

Contreras fue a su casa a Chépica y se dio una ducha con agua bien caliente no sólo para desentumecer el cuerpo sino también para relajar los músculos y nervios. Poco o nada conversó con su mujer sobre lo sucedido, mientras se tomaba solamente una sopita porque dijo no tener hambre. Tuvo un sueño agitado, lleno de pesadillas en las que veía que un desconocido apuñalaba a uno de sus hijos, despertando sobresaltado un par de veces y mojado en sudor que le obligó a mudarse el pijama.

A las seis y media ya estaba en pié desayunando para dirigirse al hospital de San Fernando. Un par de sándwiches de queso era todo su equipaje. A las ocho y media ya estaba en el hospital esperando que el médico pasara visita para informarse sobre el estado de Mejías y después pasar a verlo y acompañarlo durante todo el día. Algo puede necesitar este niño, se decía, y no hay quien lo ayude o lo atienda.

Diez días estuvo hospitalizado el Carabinero Mejías después de los cuales fue dado de alta y enviado a su domicilio, que era el Cuartel de la Tenencia Chépica, dada su condición de soltero. Fueron los mismos diez días que Contreras no se movió de su lado. Se retiraba en la noche cuando el enfermo se dormía y llegaba en la mañana antes que éste despertara. Una vez en el Cuartel, la rutina de Contreras no varió. Llegaba a las siete, a las siete y media lo estaba bañando, como había aprendido lo hacían en el hospital, a las ocho le daba desayuno y a las nueve y media lo hacía levantarse para que caminara un poco afirmado de él, porque así lo había recomendado el médico, a las doce y media le servía el almuerzo, las once a las cuatro y media, y a las siete y media una sopita caliente para que durmiera arropadito, decía él.

Dos o tres días después de la operación, Mejías ya era el mismo de siempre, con la broma a flor de labios, siempre jocoso y, aunque maltratado, sonriéndole a la vida. La cercanía que mantenía con Contreras, le había dado alitas también para tomarse cierta confianza y jugarle algunas chanzas que el resto de los funcionarios celebraban como si se tratase del más grande cómico del mundo, mientras comentaban entre ellos: “Murió violentamente el Huacho Contreras…lo mató el Flaco Mejías”.

Ante las bromas de Mejías, Contreras sonría y lo miraba con la ternura del padre chocho que observa a su retoño haciendo una diablura.




Original de
ANTONIO SANDOVAL LENA