E L C I E G O G A E T E
El tac, tac, tac, del bastón del ciego Raúl Gaete era inconfundible. Caminaba a tranco largo y rápidamente, como era su costumbre, abriéndose paso con su bastón que golpeaba el pavimento de la acera como señal de alarma indicadora de su presencia. Siempre con gafas muy oscuras que le cubrían los ojos hasta por los costados y en su mano izquierda la caja con su acordeón.
Él era delgado, mediana estatura, moreno, peinado con el pelo engominado y una partidura al lado como tirada con regla, sin que un solo pelo estuviera fuera de lugar.
Le gustaba hablar modulando muy bien y pausadamente, ya que decía que su ceguera le inhabilitaba solamente los ojos, pero no le impedía expresarse correctamente o tener buenos modales.
Soltero, de aproximadamente treinta y dos años y vivía en casa de sus padres a pesar de ganar dinero suficiente, como para independizarse, animando con su música reuniones sociales, fiestas familiares y cualquier otra actividad que requiriera sus servicios.
Su padre, era un pescador artesanal que se sentía orgulloso de su hijo, puesto que a pesar de su invalidante ceguera, se ganaba la vida honradamente y sin los grandes sacrificios que significaba la actividad pesquera, el trabajo en las minas y en el propio puerto. Es un excelente hijo, solía decir, ayuda a su madre en las tareas del hogar con una pulcritud impresionante, como si viera más que ella.
Y, en realidad que Raúl hacía cosas impresionantes.
- Buenos días Raulito.
- Buenos días señora Irene. ¿Cómo están por su casa?¿Cómo llegó Luis?
- Muy bien, muchas gracias.
- Qué bueno, me alegro mucho que así sea.
-Buenos días Raulito.
- Buenos días don Ramón. ¿Y la señora Elvira? ¿Se ha aliviado algo de esos dolores reumáticos?
- No es mucho lo que mejora, pero algo mejor, gracias.
Y así seguía todo su camino saludando a todo el mundo sin equivocarse ni confundirse jamás con las personas. Todo el pueblo lo conocía y él conocía a todo el pueblo.
- ¡Buenos días señor, pase por aquí, en qué le podemos servir!.
- Buenos días mi Mayor, tengo interés en conversar con usted.
- Muy bien, acompáñeme a mi oficina, dice el Mayor de Carabineros Rubén Aravena, al momento que lo toma del brazo para guiarlo.
- Suélteme por favor mi Mayor, que yo soy capaz de llegar perfectamente. Me basta que usted camine delante de mí.
- Perfecto, sígame entonces. Una vez en la oficina, sin señalarle absolutamente nada, el Mayor le indica que tome asiento.
- Muchas gracias. Con su bastón tanteando en semicírculo y con la más absoluta soltura, comenzó a avanzar y una vez que tocó un sillón, comenzó a palparlo por su contorno hasta percatarse de lo que se trataba. Dobló su bastón en tres o cuatro partes y se sentó.
- Usted dirá, dice el Mayor, en qué le puedo servir.
- Sólo quiero hacerle una pregunta. Resulta que se ha formado una nueva cofradía religiosa, usted debe saber de qué se trata esto.
- Si, por supuesto, el asunto de los bailes religiosos.
- Efectivamente. Esta gente está reuniendo fondos para comprar los instrumentos y mandarse a hacer los uniformes, de manera que han organizado una fiesta bailable que se realizará el próximo sábado en casa de uno de los socios. Esto no tendría ninguna importancia si en dicha fiesta no se fuera a vender alcohol y usted sabe que ahí comienza el problema. Me han pedido les preste mis servicios musicales y yo no quiero verme envuelto en problemas de ninguna índole.
- Muy bien, lo felicito por pensar y comportarse así, pero no veo cuál es su consulta.
- Mi pregunta es: ¿si yo estoy animando musicalmente esa fiesta que no cuenta con permiso para vender alcohol, me afecta a mí también esta infracción?
- No. No le afecta, pero yo le advierto que generalmente este tipo de actividades terminan en una borrachera generalizada, donde son frecuentes las pendencias a veces extremadamente violentas.
- Por eso no se preocupe mi Mayor que yo con este bastón me defiendo lo más bien y soy bravo como el que más. Tengo mi experiencia y ni siquiera han conseguido despeinarme o botarme las gafas.
- Muy bien, usted sabrá… Ahora soy yo quien quiere hacerle algunas preguntas, pero a modo de una simple conversación.
- Diga no más.
- ¿Cómo supo usted que yo era el Mayor?
- Yo soy ciego “profesional”, mi Mayor, yo aprendí a ser ciego. Estudié en Santiago, en una escuela para ciegos, de modo que se de usted más de lo que se imagina.
- Conforme, pero no ha contestado mi pregunta.
- Está bien, se lo explico. Todo el mundo sabe que hace una semana llegó a esta ciudad un mayor nuevo. Los Carabineros me conocen y me dicen, igual que el resto de la gente Raulito, de modo que en la Comisaría el único que me podía decir señor era el Mayor recién llegado. Así de fácil.
- Muy bueno su racionamiento y ¿qué más sabe de mi?
- Se que debe medir un metro setenta y tres o setenta y cuatro.
- ¡Preciso! ¿Y eso como lo supo?
- Muy fácil. Yo mido un metro setenta y al conversar con usted me di cuenta que era un poquito más alto que yo. Se también que usted no es gordo ni flaco, es mediano y eso lo supe cuando usted me dio la mano al saludarme y le puedo agregar que debe tener alrededor de cuarenta años, porque es más o menos la edad en que llegan a este grado. Como se puede dar cuenta, todo es una simple deducción lógica y muy rápida que hacemos los “no videntes” como nos dicen ahora a los ciegos.
- Y usted podría decirme ¿cuál es el color de mi piel y mis cabellos? Le consulta el Mayor, intentando sorprenderlo con la pregunta.
- Por supuesto que puedo. Usted es moreno de pelo negro. Imagino que se estará preguntando cómo supe eso. Para que se forme una idea de cómo somos los ciegos, le diré que eso lo supe desde que dieron la noticia de su llegada en la radio local. Y es tan simple como lo anterior. Si usted es de apellido Aravena, tiene que ser moreno de pelo negro. ¿Dónde se ha visto un Aravena rubio? En esto podría haberme equivocado, pero las probabilidades estaban conmigo.
- En realidad usted me ha sorprendido, pero si yo lo hiciera salir al corredor acá afuera de mi oficina y le pusiera una serie de obstáculos, ¿podría usted sortearlos sin problema alguno?
- Naturalmente que si puedo. Sométame de inmediato a esa prueba. En la escuela para ciegos las hacíamos con mucha frecuencia y yo las ganaba todas, era el de mayor sensibilidad y rapidez. Usted talvez no me va a creer, pero en los recreos nos hacían jugar fútbol con una pelota que tenía un cascabel en su interior y eso era suficiente para nosotros.
El Mayor armó en el corredor una especie de cancha de obstáculos, compuesta de bidones vacíos y llenos, botellas, tiestos papeleros de las oficinas, tarros y un cordel amarrado a todo el ancho para que el ciego tropezara. Todo en un trecho aproximado de quince metros.
El ciego Gaete fue instalado al comienzo del corredor y se le indicó que caminara con la misma rapidez que lo hacía en la calle.
Hizo su recorrido poco menos que al trote, no volcó ni siquiera una botella y el cordel prácticamente lo saltó, dejándolos boquiabiertos a todos los que estaban presenciando la prueba.
- ¿Quiere hacerme otra prueba u otra consulta mi Mayor? ¡Ah! Aquí había como diez funcionarios presenciando el espectáculo. ¿Cómo lo supe? Los escuché hacer comentarios. Ya se lo dije mi Mayor, yo soy ciego “profesional”.
- Una última consulta. ¿Por qué usa esos anteojos tan oscuros, que le cubren los ojos por todos lados y que parecen antiparras para soldar?
¿No podría usar algo más presentable?
- Lo que sucede, mi Mayor, es que tengo los ojos blancos y eso los hace ver demasiado feos, además que llaman la atención de la gente y con estos anteojos no se ven ya que los cubro hasta por los costados. Por último no discutirá usted que son un modelo típico de los ciegos, de modo que cualquier persona que nos vea sabe de inmediato nuestra condición y nos tiene una consideración especial.
- Tiene usted toda la razón.
El Mayor Aravena quedó verdaderamente admirado de la habilidad de este hombre para desenvolverse, captar la realidad que le rodeaba y sacar deducciones con tanta precisión. Tanto así que en muchas oportunidades, encontrándose en reuniones sociales, comentó la entrevista que había tenido con el ciego Gaete y la impresión que éste le había producido.
Hubo también oportunidades en que el Mayor se encontró con Gaete en actividades sociales, aniversario de algún club deportivo o social y el ciego, al momento de saludarlo, invariablemente le decía, empleando, de adrede, un tono de suficiencia: ¿Tiene alguna preguntita que hacerme mi Mayor? A lo que éste, también bromeando siempre, contestaba: ¡Yo no hablo con ciegos que ven! Era una relación un tanto amistosa, aunque nunca sobrepasó estos límites de convivencia y confianza.
Fue un día de invierno que la Capitanía de Puerto anunció que a raíz de un terremoto producido en Japón, se aproximaba a las costas chilenas una marejada con características tan violentas que podría tener consecuencias catastróficas si no se tomaban las medidas precautorias que el caso aconsejaba. La principal de estas medidas consistía en evacuar la totalidad de las casas ubicadas a menos de una cuadra del borde costero. El pueblo tenía tan poco plano, que más allá era prácticamente imposible que alcanzara el agua, salvo que se tratara de un cataclismo.
Esta noticia se conoció alrededor de las veinticuatro horas y motivó, por supuesto, una reunión urgente de las autoridades para adoptar las medidas que el caso ameritaba.
Se acordó que una camioneta de la Armada y otra de la Municipalidad se dividirían el sector para pedir por altoparlantes a los pobladores del sector amagado que abandonaran sus casas y se dirigieran a lugares más altos, dada la proximidad del maremoto.
Naturalmente que la mayoría de las personas se encontraban durmiendo y fueron despertadas por los altavoces que, en realidad, dieron la noticia exagerando la proximidad y la magnitud de las olas, originando una histeria colectiva que, pese a los esfuerzos de los Carabineros por tranquilizar a la población, provocó que la gente saliera de sus casas arrancando hacia los cerros, tal cual se encontraban en esos momentos, tratando sólo de salvar sus vidas que veían peligrar por la inminente salida del mar.
El griterío era espantoso, mezcla de llanto, temor y desesperación. La gran mayoría descalzos, los niños semi desnudos, mujeres y hombres en ropa de dormir, otros en calzoncillos y más de alguno como Dios lo echó al mundo arrebozado sólo con una frazada tomada al pasar. Todos corrían hacia los sectores altos, atropellándose unos con otros sin importarles edad, sexo, invalidez o cualquier otra razón de consideración en tiempos de paz. El asunto era salvar el pellejo a como diera lugar. Era una verdadera avalancha de seres humanos que al tiempo de arrancar proferían maldiciones u oraban pidiendo a Dios misericordia.
- La gente se desesperó, mi Mayor, mírelos como corren. Parecen conejos huyendo del incendio del bosque. Comenta el Cabo Leiva.
- Así no más es. La información se les entregó demasiado exagerada y todos creen que el mar ya se está saliendo. Fíjese que muchos de los que van arrancando tienen vehículo y ni siquiera se dieron el tiempo para huir en él.
- ¡Mire allá mi Mayor…al individuo de calzoncillos negros y polera blanca! ¡Ese que se abre paso a manotones a diestra y siniestra!
- ¡Sí lo veo! ¿Qué pasa con él?
- ¡Es el ciego Gaete, mi Mayor! Sin anteojos y sin bastón es casi irreconocible este huevón.
- ¡Y ve lo más bien! Seguro que con el susto recuperó la vista. Estaba sorprendido el Mayor Aravena al ver al ciego huyendo mezclado en la multitud y atropellando, sin consideración alguna, a quienes corrían delante de él pero más lento. Decidió, entonces, desenmascararlo.
- Cabo Leiva, vaya corriendo, alcance al ciego y con el pretexto de darle una protección especial, lo trae aunque sea a la fuerza. ¡De inmediato antes que se nos pierda!
- A su orden mi Mayor, contesta Leiva y rápidamente se dirige a cumplir su cometido.
A los diez minutos volvió con el ciego al hombro, que pataleaba y daba golpes de puño en la espalda del Cabo Leiva tratando de soltarse y huir al tiempo que profería todo tipo de insultos y groserías. Lo más curioso de todo es que sus ojos estaban totalmente normales y veía lo más bien.
- ¡Cálmese hombre…tranquilícese si no quiere que tome algunas otras medidas que estoy seguro no le van a gustar! Le increpó el Mayor.
Se sosegó Gaete, pero al parecer no se daba cuenta –talvez producto de la histeria colectiva que se estaba viviendo- que estaba sin anteojos y sin su bastón, de modo que su comportamiento volvió a la normalidad como si hubiese tenido estos elementos.
- Disculpe, mi Mayor, pero el susto es tan grande que me descontrolé y la gente no tiene, en estos casos, ninguna consideración con nadie, ni siquiera con nosotros los no videntes. Mírelos como corren con frenesí, desaforados.
- Eso sucede con las multitudes, se contagian y actúan sin razonamiento alguno. ¿Ve al grandote con sombrero plomo, como pisotea al que se le ponga por delante? Le consulta el Mayor con picardía.
- Para ser sincero, no veo a nadie con sobrero y es difícil que alguien se haya detenido a ponerse un sombrero para después arrancar.
- Mire bien, en estos momentos va a pasar por detrás de aquel kiosco azul. Le insiste el Mayor casi burlonamente.
- Verdaderamente no veo a nadie como usted me dice. Veo el pelotón de gente corriendo pero no a alguien grandote y con sombrero.
- ¡Bah! ¡Se me había olvidado que usted es ciego! Dice el Mayor y agrega, con una marcada y evidente ironía: como está viendo tan bien y tiene los ojos más normales que los míos…
En esos momentos recién se da cuenta Gaete que se encuentra sin anteojos y que ha sido sorprendido en un engaño que mantenía desde los siete años.
- A esa edad me encontraba en la escuela jugando con mis compañeros y sufrí una caída golpeándome la cabeza violentamente. Estuve inconsciente un par de minutos y al momento de despertar escuché que alguien adulto decía que tenía los ojos blancos y que probablemente el golpe me había afectado la vista. Yo, pese a mi infancia, descubrí que en esas condiciones se me daba un trato especial y comencé a fingir ceguera. Volviendo los ojos hacia arriba conseguía ponerlos blancos y al ser sometido a exámenes me limitaba a decir que no veía. Los oftalmólogos no lograban descubrir la razón del mal, puesto que los ojos estaban sanos y no existía razón alguna para que estuvieran vueltos hacia arriba. ¡Pero ahí estaban! Terminaron concluyendo que el problema era de orden psiquiátrico y examinado por estos especialistas también me encontraron normal. Pero el problema subsistía, seguía sin ver y con los ojos vueltos hacia arriba. No hubo forma de hacerme recuperar la vista. Me negué porque me trataban muy bien y complacían todos mis caprichos. Mejor no podía estar.
Como decían que mis ojos blancos eran tan feos, para que no me los vieran, pedí a mis padres que me compraran anteojos muy oscuros y con ellos llegué a la escuela para ciegos en Santiago, usando una beca que me otorgó la Municipalidad. Por supuesto que en dicho establecimiento destaqué como el mejor alumno en todas las asignaturas y por lo mismo era el ejemplo para el resto de mis compañeros, lo que jamás hubiese conseguido en la escuela para niños normales. Mis padres orgullosos de mi, mostraban mis calificaciones al Alcalde y con ellas a la vista, se me prolongaba la ayuda por otro año.
Con el tiempo mi aparente ceguera era algo tan normal, que ya me fue imposible deshacerme de ella y tuve que continuar fingiéndola hasta hoy que, por culpa del maremoto, usted me ha sorprendido.
- ¿Qué vamos a hacer ahora pues, mi amigo? Usted no nos puede pedir que digamos que lo encontramos con los ojos blancos, cuando además de nosotros mucha gente lo debe haber visto corriendo y estrellando a medio mundo.
- Usted, mi Mayor, debe decir la verdad, es decir que quiso protegerme y cuando me traían al furgón, se dieron cuenta que yo tenía los ojos normales y veía perfectamente. Solamente le voy a pedir a usted y a mi Cabo Leiva, que no cuenten la historia de mi ceguera. Se imagina la tremenda vergüenza para mi familia si se llega a saber que hace como veinticinco años que estoy fingiendo estar ciego. Se los pido por favor de todo corazón. Ya me encargaré yo de arreglar esto de alguna forma.
- Conforme, quédese usted tranquilo, que de nosotros nadie va a saber algo. Seguro que después vamos a conocer el epílogo de su historia. Ahora que todo está volviendo a la normalidad, váyase tranquilo a su casa.
- Muy bien, mi Mayor, muchas gracias.
- Se da cuenta usted Leiva, todos los días parece que hay algo nuevo con qué sorprendernos. ¿En quién puede creerse ahora? No se trata tampoco de desconfiar de todo el mundo, pero si, de no aceptar de buenas a primeras todo lo que se nos informe. Ya ve usted, veinticinco años engañando hasta a sus padres. ¡Hay que aprender la lección!
- Es cierto, mi Mayor, por crédulo uno termina haciendo el papel de idiota.
A la semana, se comentaba en todo el pueblo, que el ciego Gaete había recuperado la vista con motivo del maremoto. Los médicos dieron como explicación que siendo su ceguera de tipo psiquiátrica, fue necesaria una presión tan fuerte como el temor a perder la vida, para que los ojos retomaran su posición normal, pudiese ver y así correr a protegerse.
Nunca…alguien se enteró de su verdadera historia…hasta hoy.
Original de
SANDOKA
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